Vivir su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que -fiel a su naturaleza como madre – se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las puertas abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; de salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de la salvación.
Una Iglesia que enseña y defiende los valores fundamentales, sin olvidar que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27); y que Jesús también dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores» (Mc 2,17). Una Iglesia que educa al amor autentico, capaz de alejar de la soledad, sin olvidar su misión de buen samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: «El error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado [...] Nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo.» (Discurso a la Acción Católica italiana, 30 de diciembre de 1978, 2 c: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 enero 1979, p.9). Y la Iglesia debe buscarlo, acogerlo y acompañarlo, porque una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en barrera: «El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2,11).
Con este espíritu, le pedimos al Señor que nos acompañe en el Sínodo y que guíe a su Iglesia a través de la intercesión de la Santísima Virgen María y de San José, su castísimo esposo.