Clarissa
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¿Cómo actúas ante el mal?

Juzgamos sin misericordia. Una persona me comentaba: «No tengo el corazón educado para ver lo bueno de la gente; a muchos los juzgo. Tengo que reconducirme continuamente porque sólo veo sus zarzas y sus piedras. También me he sorprendido porque me he visto despreciando el dolor ajeno, faltando también a la caridad. Siempre creo que la tierra fértil es la mía, y a veces desprecio la tierra de los demás».

Juzgamos y condenamos. Queremos acabar con aquel mal que echa a perder nuestro campo. Nos alejamos de ese mal que nos hace daño. Nos encerramos en una burbuja para que no nos afecte. Nos creemos mejores. Sentimos que pertenecemos al partido de los puros, de los limpios, de la tierra buena.

La tentación es alejarnos de los que están mal, de los que no son como nosotros, de los que no hacen las cosas bien. Justamente dejamos de lado al que más nos necesita.

No nos damos cuenta del bien que les podemos hacer a los otros. A aquellos que sufren por su pecado. A los que no encuentran la paz en el camino. A los que no logran descansar y viven en continua tensión. Allí podemos sembrar semillas de paz y esperanza.

Pero lo más grave es que a veces nosotros dividimos con nuestras críticas y juicios, con mentiras y ofensas, con nuestra violencia e ira.

Nos creemos mejores que otros y, en nombre de Dios, separamos, dividimos, sembramos discordia, imponemos nuestra soberbia. A veces en lugar de amor sembramos odio.

A veces sentimos que el Reino de Dios no está presente, que el mal es más fuerte que el bien. Pero no es cierto. El Reino de Dios es esa semilla pequeña; está enterrada en lo oculto de la tierra y muere y crece sin que nos demos cuenta.

Parece una semilla demasiado pequeña y débil, insignificante. El amor crece en silencio. Y, siendo tan pequeña, lleva dentro de sí el germen del árbol inmenso que puede llegar a ser.

El Reino es como esa semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas. Es, al mismo tiempo, un árbol, el más grande de los árboles, que puede dar cobijo a todos en sus ramas.

Esa mirada sobre el Reino de Dios, sobre su presencia entre los hombres, nos da esperanza a la hora de mirar nuestra vida. Vemos nuestros pecados y nuestra debilidad, vemos la flaqueza de nuestro amor y nos damos cuenta de que solos no podemos.

Somos un ave con las alas cortadas, como decía el Padre José Kentenich: «Es la imagen del ave con las alas cortadas. El águila divina debe descender y llevarnos al seno de la Trinidad. Si nuestra vida ha de ser una vida de amor, habrá de ser impulsada por Dios»[1].

Descubrimos la distancia que hay entre el que soy y aquel que puedo llegar a ser. Las alas cortadas nos hablan de nuestra debilidad. El amor que Dios nos tiene nos hace creer en nuestras capacidades. El deseo de crecer nos hace mirar hacia delante con optimismo. Podemos llegar más lejos, más alto, más adentro.

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