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Gratitud en medio del dolor

Por The Catholic Thing | 22 marzo, 2024

Por Stephen P. White

Acabábamos de terminar de rezar el rosario en familia aquel sábado por la noche cuando recibimos la primera llamada. Mi mujer parecía preocupada desde la otra habitación, pero no demasiado alarmada. Mi suegro se había desmayado en la parroquia cercana a su casa y lo llevaban al hospital. Los detalles eran vagos.

Entonces llegó la segunda llamada, justo cuando estábamos preparando a los niños para irse a la cama. Parecía que papa, como le llamaban mis hijos, había sufrido un infarto. Le habían reanimado en el lugar, al menos brevemente, antes de llevárselo en ambulancia. Pero no había noticias del hospital. Rezamos por papa y sus médicos y mandamos a los niños a la cama. La tercera llamada fue más corta. Se había ido.

Entonces empezó el torbellino de actividades que siempre sigue a la muerte de un ser querido, sobre todo cuando se produce de forma inesperada. Hubo más llamadas esa noche: mi esposa, la mayor de siete hermanos, comprobando cómo estaban sus hermanos y hermanas, consiguiendo por fin hablar con su madre, que seguía en el hospital, llamando a sus tías y tíos para decirles que su hermano había muerto.

Mi suegro, John Henry Purk, era dentista. Me gusta bromear diciendo que eligió esa profesión para tener un público cautivo para la evangelización. La verdad es que su consulta dental -una pequeña clínica en el centro de la ciudad donde muchos de sus pacientes eran pobres- nunca fue un trabajo a tiempo completo. Y la había abandonado hacía varios años por problemas de espalda y nervios.

John trabajaba a tiempo completo como profesor de odontología, primero en Kansas City y más recientemente en Omaha. En algún momento de su carrera se doctoró en Biología e Ingeniería Oral. Sabía más de química y diseño de adhesivos dentales que casi nadie. Pero rara vez quería hablar de eso.

Quería hablar de la alegría de conocer a Jesucristo, de las bendiciones y gracias del matrimonio y la familia, o de la importancia de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía.

Y hablaba de esas cosas, a todo el que estuviera dispuesto a escucharle. Hizo DVDs del Rosario de las Escrituras (que son más o menos exactamente lo que parecen) a su costa y los repartió por miles. Durante décadas, John fue miembro laico de la Sociedad de Nuestra Señora de la Santísima Trinidad. Con un sacerdote de la Sociedad, viajó a la Jornada Mundial de la Juventud y repartió Medallas Milagrosas y sus DVD a todos los que encontraban, desde peregrinos adolescentes a obispos y cardenales. Era descarado e infatigable.

Recuerdo estar en una fiesta en la universidad -una de esas barbacoas familiares de fin de semestre para los padres que están en la ciudad- cuando un amigo entró en la sala y dijo: «Hay un tipo ahí detrás que me acaba de decir que, cuando me case, mi mujer y yo seremos un icono de la Santísima Trinidad».

Inmediatamente supe con quién había estado hablando mi amigo. Sólo podía ser una persona. Y daba la casualidad de que yo salía con su hija.

La nuestra es una época en la que la línea que separa la evangelización del marketing es a menudo difusa. De hecho, hay ocasiones en las que la lógica corporativa de una «comunicación eficaz» parece importar más que el propio contenido de la Buena Nueva. Con demasiada frecuencia, la Iglesia se comporta como si se avergonzara de su propia fe y temiera parecer poco sofisticada. Con demasiada frecuencia, el resultado es que el tesoro de la fe se adultera y se trunca en un vano intento de hacerlo más atractivo. El mensaje del Evangelio se domestica, se hace aceptable, se hace fácil… vacío.

Mi suegro no tenía tiempo para eso. Pasó años co-presentando un programa de radio con un rabino y un ministro protestante en el que siempre mantenía la línea -suave, pero inequívocamente- en todos los puntos polémicos de debate y contra todos los que venían.

Vivía como un hombre al que el Evangelio había cambiado la vida y que no podía sino compartir esa misma Buena Nueva. En esto no se diferenciaba de su tocayo Juan, que con Pedro podía decir: «Si es justo ante los ojos de Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a Dios, juzgadlo vosotros. Nos es imposible no hablar de lo que hemos visto y oído».

No es que todos estuvieran siempre contentos de oír lo que él tenía que decir. Él lo sabía. Pero se mantuvo impertérrito.

John fue ordenado diácono en 2014 y le encantaba predicar. Se tomaba al pie de la letra su función diaconal de proclamar el Evangelio, como dejaba bien claro el volumen de su voz desde el ambón. Pasaba horas preparando sus homilías, cuyas señas de identidad eran la claridad y la accesibilidad.

Fue diácono durante mucho tiempo en una parroquia pobre y negra, donde su franqueza y celo le granjearon el cariño de los feligreses. En dos ocasiones, mi familia y yo estuvimos allí con él para la Misa de Pascua, y la parroquia estaba llena de fe y alegría de una manera que rara vez he encontrado en la mayoría de las parroquias suburbanas «florecientes».

John y Patty, su mujer durante 43 años, me dieron la mayor alegría de mi vida: mi mujer, Christine. Soy un hombre mucho mejor gracias a la mujer que es. Y, por supuesto, ella es la mujer y la esposa que es, en gran parte, gracias a su madre y a su padre. Es imposible no sentir una inmensa gratitud incluso en medio del dolor.

Y hay otras razones para estar agradecido. John me dijo una vez que admiraba a la gente que habla de Jesús y María como si fueran personas reales, vivas y presentes. Supe inmediatamente a qué se refería, entre otras cosas porque tuve la suerte de tener un suegro que era precisamente un hombre así.

Descanse en paz.

Acerca del autor:

Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en The Catholic University of America y miembro en Catholic Studies en el Ethics and Public Policy Center.

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