LA MILAGROSA. ¡Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!Más
LA MILAGROSA.
¡Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!
PalomaGuadalupana
Era Alfonso Ratisbona hijo de una familia hebrea muy distinguida de Estrasburgo. A fines del año 1841 contrajo esponsales con una joven de su misma raza, la cual reunía todas las cualidades que al parecer le habían de hacer feliz. Pero antes de celebrar el matrimonio quiso hacer un viaje de recreo al Oriente, y de paso visitar las principales poblaciones de Italia. Parecióle que nada digno de …Más
Era Alfonso Ratisbona hijo de una familia hebrea muy distinguida de Estrasburgo. A fines del año 1841 contrajo esponsales con una joven de su misma raza, la cual reunía todas las cualidades que al parecer le habían de hacer feliz. Pero antes de celebrar el matrimonio quiso hacer un viaje de recreo al Oriente, y de paso visitar las principales poblaciones de Italia. Parecióle que nada digno de llamar su atención habría en Roma, y de Nápoles se dirigió a Palermo; pero la divina Misericordia le llamaba sin que él discerniera su voz, pues como violentado por un impulso secreto del cielo cambió de resolución y se dirigió a Roma. Aquí le esperaba la gracia.

A causa del odio que Alfonso tenía al catolicismo, parece que no podía presagiarse su conversión; y su oposición a la verdad habíase aumentado más aún después que su hermano Teodoro había renunciado á las creencias de sus mayores y había recibido los sagrados órdenes. No podía perdonarle lo que él llamaba deserción.

Estas eran las disposiciones en que se hallaba Alfonso cuando se dirigió a Roma, de donde pensó ausentarse luego que puso los pies en ella. Pero antes de salir de Roma tenía que visitar a un condiscípulo y amigo desde la infancia, con quien siempre había conservado íntimas relaciones, por más que fuesen distintas las creencias de entrambos. Este amigo era Gustavo de Bussiére, de religión protestante.

Fuese, pues, Alfonso a casa de su amigo; preguntó por él, pero no estaba en casa; mas por disposición de la Providencia, como el criado que salió a recibirle, que era italiano, no le entendiese bien, le introdujo en la sala de Teodoro Bussiére, hermano de su amigo, el cual había tenido la dicha de abjurar el protestantismo. Este, sabiendo que Ratisbona era judío, le recibió con muestras de particular afecto y cariño. Después de haber hablado, como parecía natural, de los diversos lugares que había visitado nuestro viajero, hicieron recaer la conversación sobre asuntos religiosos; mas Alfonso no pudo disimular su animadversión contra el catolicismo, y protestaba que había nacido judío y judío había de morir.

El Sr. de Bussiére, sin alterarse con semejantes protestas, movido por secreto impulso de la gracia, tuvo la ocurrencia de ofrecer al judío la Medalla milagrosa. Semejante ocurrencia hubiera parecido a muchos temeridad; pero el Sr. de Bussiére, con aquella santa libertad que da la fe presentó a nuestro Alfonso la Medalla de María Inmaculada, diciendo: «Dígnese Ud. aceptar este insignificante recuerdo, y le ruego que no lo rehúse». Admirado Ratisbona y como fuera de sí por lo peregrino de la ocurrencia, la rechazó con tal indignación que fuera bastante para desalentar a cualquiera que no fuese su nuevo amigo. Por fin la aceptó, pero acompañando su condescendencia con tales burlas que despedazaban el corazón cristiano de quien las oía.

Durante la contienda, dos niñas del Barón de Bussiére, que aunque de muy poca edad, merced a la educación eminentemente religiosa que habían recibo, eran muy piadosas, pusieron un cordoncito a la Medalla, y luego el padre la puso en el cuello del israelita. Animado con este primer triunfo el Sr. de Bussiére, quiso pasar más adelante, y, en efecto, consiguió de Ratisbona que había de rezar á la Santísima Virgen la súplica: «Acordaos, oh piadosísima!… »; y con esto se despidieron.

Pocos días después tuvo el Barón de Bussiére la desgracia de perder a unos de sus más queridos amigos, el señor de La Ferronais, el cual falleció repentinamente el día 17 de Enero de 1842.

A la una de la tarde del día 20 dirigíase el Barón de Bussiére a la iglesia de San Andrés delle Fraile con el objeto de preparar lo necesario para el día siguiente, que era el señalado para celebrar los funerales del Sr. de La Ferronais, y en el camino encontró al Sr. Ratisbona. Entraron ambos en la iglesia, y el de Bussiére rogó a su compañero que le esperase un poco mientras él iba á hablar con uno de los monjes acerca del funeral que se había de celebrar el día siguiente. Al cabo de unos doce minutos volvió el Barón, y ¿cuál sería su admiración cuando vio al judío a la parte izquierda del templo arrodillado y en la postura más humilde y reverente?

Por fin Alfonso se vuelve para responder al de Bussiére, y su rostro bañado en lágrimas y sus manos juntas descubren en parte el misterio que acaba de verificarse. ¡Ah, seguramente ha rogado por mí el Sr. de La Ferronais! Lléveme Ud. adondequiera añadió.Después de lo que he visto… Y no pudiendo articular más palabras, saca la Medalla que hacía cuatro días llevaba, la besa con ternura, la riega con dulces y abundantes lágrimas, y entre suspiros y sollozos se le escapan estas palabras: ¡Cuán bueno es Dios! ¡ Cuán dignos de lástima los que no tienen fe!

El Barón de Bussiére llevó al recién convertido a presencia del Rdo. P. Villefort, por quien fue recibido cariñosamente el Sr. Ratisbona. Este, tomando la Medalla de María Inmaculada, la besaba devotamente y exclamaba: ¡La he visto! ¡La he visto!

Y después, añadió:

Al poco tiempo de haber entrado en la iglesia experimenté una turbación inexplicable; levanté los ojos y me pareció que desaparecía de mi vista todo el edificio, reconcentrándose, por decirlo así, toda la luz en una de las capillas. En medio de la luz apareció sobre el altar, resplandeciente y llena de majestad y dulzura, la Virgen Santísima, del mismo modo que está grabada en esta Medalla.


Una fuerza irresistible me impulsaba hacia esta Virgen Purísima, la cual me hacía señas con la mano para que me arrodillase, y al mismo tiempo parece que me decía: «Bien, Alfonso, bien». Aunque no me habló, comprendí cuanto quería decirme.

Al día siguiente se supo en toda la ciudad la conversión maravillosa, y todos deseaban con ansia saber lo ocurrido. Algunos días después, el neófito fue bautizado, y el Sumo Pontífice dio audiencia al nuevo convertido. El Papa—decía después Alfonso—ha tenido la bondad de introducirnos en su propia cámara, y allí, junto a su cama, me ha mostrado una excelente pintura de mi amada Medalla, la cual venera con tierna devoción. Llevaba yo muchas medallas, y Su Santidad se dignó bendecirlas. Estas son las armas de que me serviré para conquistar almas a Jesús y María.

La conversión del Sr. Ratisbona había hecho mucho ruido para que la Silla Apostólica no tomase parte en un acontecimiento que de todos era tenido públicamente por milagroso. Mandó, pues, Su Santidad que fuese examinado y juzgado según las reglas establecidas por la Iglesia; y en consecuencia, el Cardenal Vicario ordenó que se hiciese información.

Después de haber interrogado a nueve testigos y recibido su declaración, pesadas con madura deliberación todas las circunstancias, el Emmo. Cardenal Patrizzi declaró el día 3 de Junio de 1842 que constaba plenamente el verdadero e insigne milagro que Dios había obrado por intercesión de la Bienaventurada Virgen María en la conversión de Alfonso María Ratisbona del judaísmo al catolicismo. Además, su Eminencia, para mayor honra de Dios y acrecentamiento de la devoción que los fieles profesan a la Bienaventurada Virgen María, dio licencia para que se imprimiese y publicase la relación de tan portentoso milagro. También se hizo un cuadro que representaba la aparición de la Santísima Virgen al Sr. Ratisbona, y fue colocado en la iglesia de San Andrés, donde el milagro había ocurrido.